La actividad filológica tiene una alta dependencia del propio origen etimológico de la palabra, el amor a la palabra, que es además el principal argumento para que sea precisamente la Filología la disciplina científica escogida para el estudio de la literatura. De este razonamiento podemos extraer y agrupar bajo un mismo marco filológico, entre otros, el estudio del fundamento de cualquier acto comunicativo y sus vehículos de transmisión, entre los que se cuenta su soporte literario. Por ello, y ya que el lenguaje es un maestro de la desfiguración de la realidad, ha de ser el filólogo el que se lance a desenmascarar sus pormenores.
Las definiciones históricas del término «Filología» atestiguan esta actualidad. En el siglo XVIII se definía esta todavía como la «Ciencia compuesta y adornada de la Gramática, Retórica, Historia, Poesía, Antigüedades, Interpretación de Autores, y generalmente de la Crítica, con especulación general de todas las demás Ciencias», siendo el filólogo «el que estudia o profesa la Philológia, o Letras humanas» (Real Academia Española, 1737). Y es precisamente ante esta premisa cuando la reorientación de la Filología en este caso de la Teoría de la Literatura mediante la Teoría de la Cultura no parece estrictamente novedosa. Resulta casi contradictorio hablar de una «renovación» de la disciplina, tal y como prevé el postulado cultural cuando con la expansión se está, si cabe, volviendo a las «esencias».